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Yo era el rey…

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Yo era el rey de este lugar, llevé corona y cetro de oro y diamantes.  En mi reino, como en muchos, abundaba las joyas de oro y plata incrustadas con piedras preciosas.

En mi corte la nobleza danzaba delicadas melodías. Las mujeres rimbombantes flotaban en los salones con sonrisas prestadas, los hombre con elegancia contaban hazañas y las doncellas con sinuosos gestos y largos escotes coqueteaban en busca de un atractivo y seguro futuro. Así como el agua en el valle, así abundaba el coñac de Francia y el té del oriente.  

Sí, yo era un rey de larga cabellera, amplia sonrisa, elocuentes palabras y mi fama llegaba hasta el fin del horizonte.

Hasta que un día llegaron ellos, aquellos que decían ser mis hermanos, ellos que tenían sus propios reinos, sus cortes y sus criados. Llegaron con sus sanguinarios esbirros y lóbregas brujas para manchar, arrebatar y destruir lo que más quería, lo que más cuidaba, mi tesoro más preciado.

Yo era el rey de este lugar y me encerraron en lo alto de la torre sudoriental, una prisión donde el sol no es levante, ni poniente, solo asfixia a su paso.

Mis criados al escuchar en la oscura noche mi desolado deploro y luego al ver mi desangrada tristeza me llevaron a mi aposento y me consolaron por algunos días. Pero ante tanto oscuro abismo, volvía a caer en el vacío de mi desconsuelo. Mas ellos, los criados, y posteriormente los del pueblo traían los frutos y cereales del campo y los ofrecían de consuelo a su rey, ese rey era yo.

Al levantarme los salones de mi reino estaban vacíos de esa música y de esas risas, el champán aún abierto se exhibía como una realeza descabellada de un pasado que ya se había ido. Todo había quedado como en el último carnaval de las máscaras.

Al fondo mi fiel copero inclinado seguía haciendo la venía, pues yo seguía siendo su rey.

  • Mi rey, todos se han ido, ya no hay corte – lo dijo con pena y vergüenza ajena – y no quisimos cambiar nada, pues mi rey, usted amaba la música y las risas.
  • Se fueron porque ya no poseo lo más valioso – le confirmé
  • Mi rey, se fueron con sus hermanos. – hizo una pausa como en un sollozo y continuó – solo hemos quedado nosotros y su pueblo que lo ama, mi rey.

Por un momento, recordé la casa de mi padre. Solo ellos sabían qué era y dónde estaba lo más valioso de mi reino.

Yo era el rey de este lugar, y mandé abrir los portones del castillo y los grandes salones solitarios se llenaron de curiosos niños que en poco tiempo corrían de un lado a otro. Luego hombres y mujeres curiosos se dejaban ver con tímidos pasos mirando las coloridos ventanales y dorados marcos de pinturas oscuras de gente elegante. De pronto uno de los criados vociferaba con celo vívido “Salgan de aquí, que esto es el aposento nuestro rey” y los niños se agrupaban ante el llamado y las mujeres retrocedían con devota lentitud.

Yo era su rey, haciendo un gesto detuve tal indeseado desalojo. Mandé a traer a todos los del pueblo, hombres y mujeres y sus cítaras, sus flautas, los címbalos y caramillos, y “vamos a tener una fiesta como en el día de la cosecha”.

Y no hubo coñac, pero si el fermentado de maíz, no hubo panes pero si habas con cerdo.

Yo era su rey y alzando mi voz…

Mis amado, hasta el día de hoy soy su rey, a partir de ahora en adelante seré uno de vosotros, y esto, hasta el día de mi muerte.

En ese instante cayó el velo en el alma viviente de cada uno de ellos. La vida necesita ser vivida y los seres vivientes necesitan afecto para sus emociones y alimento para sus cuerpos. Desde ese momento con empatía se cubrió al techo del destechado, y se horneó pan a las viudas y los niños cantaban las melodías de sus abuelos, los jóvenes aprendían a sembrar y cosechar; a construir y reparar; a dar y a recibir. Y las familias agradecían al cielo por la mesa con alimentos.

Las joyas de oro y plata con piedras preciosas y todos esos ostentos reales, no tenían ningún poder más. El adorno no cumplía una función en la vida principal en la vida del pueblo y se satisfacía con los colores del geranio y de la hortensia. De vez en cuando alguno del pueblo perdía su alma llevándose algún objeto del castillo solitario para no dejarse ver más.

   

  • Y señor… cuando era rey… ¿Qué mancharon, qué le arrebataron, qué destruyeron? – le preguntó el hijo del jardinero mientras que ponía algunas sobre el suelo.
  • Mandaron a las brujas a manchar mi fama, de mis entrañas me arrebataron la vanagloria y así destruyeron mi nombre…
  • ¿Solo eso? – lo dijo sorprendido
  • ¿No viste lo que pasó? – mirándolo mientras ajustaba con un alambre las vigas de su cabaña – Todo los nobles se fueron, nadie quedó conmigo…
  • Esa vanagloria, renombre y riquezas – lo decía con soltura cuando el señor lo interrumpió.
  • … por eso se mata en este mundo.

 

Y ambos siguieron ajustando las vigas del techo, pero esta vez el muchacho estaba triste.

Yo era el rey de este lugar… Como ves, todo puede cambiar.

 

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Esta entrada tiene un comentario

  1. Patricia

    Muy bello… y si, todo puede cambiar, y todo se puede ver desde otra perspectiva. La vida debe continuar. Siempre hay otras personas por las que velar, a quienes amar. La tristeza invade el alma pero con el tiempo sanas y llega la paz, la calma y el amor llena de nuevo el alma triste. Un abrazo.

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