Máximo Cortina despertó con un dolor en la pierna; sí, solo sabía que le dolía la pierna, aunque no estaba seguro, cuál de ellas. No se atrevió a moverse, solo miró ese punto en el techo que siempre miraba al despertar. Gimió y supo que era tiempo de hacer el primer esfuerzo. Mientras se incorporaba, se percató de la falta de ambas piernas, así como de la vieja silla de ruedas, el escritorio y el cuaderno de apuntes, recordando que todo eso plasmaba silenciosamente su esencia.

—¡Cortina! —exclamó Bonilla, el sargento del pelotón—. ¿Dónde se ha metido? —un muchacho de uniforme sucio, con el rostro cansado y hasta agitado, apareció como temiendo al castigo…

—¡Mi sargento, el soldado Cortina está de guardia en el frente norte!

—¡Quién carajo lo mandó pa’ allá! —sobreexcitado y enfurecido vociferó, arrugando la gorra en su pecho.

—¡Usted mismo, mi sargento! —contestó con hombría esperando lo peor.

—¡¿Yo?!… ¡Vete también al carajo! —haciendo un ademán y buscando el revés y el derecho de la gorra para terminar en su cabeza estrujada y ridícula.

Salvador Reyes corrió rumbo a las barracas queriendo avizorar a Máximo desde lejos.

—Oye tú, ¿has visto a Cortina? —preguntó entre los muchachos sin obtener respuesta. Solo pensaba que, si se enteraban de que Max no estaba en el frente, él también lo pagaría.

La noche llegó. Salvador había terminado a duras penas su labor en el campo y, cuando el cansancio lo abrazaba con más fuerza, entre la penumbra de las fogatas pudo reconocer la silueta de Max. Mientras caminaba hacia él, imágenes de su infancia lo invadían: la casa en el campo, la escuela en Cambría, las misas en Las Torres, el pozo que compartía con los Cortina.

El humo de la fogata lo hizo reaccionar.

—¿Dónde te habías metido? —le increpó con vehemencia.

—¿Por qué? —respondió Max sin mayor expresión.

—Bonilla estuvo preguntando por ti y yo le dije que estabas en el frente norte, de guardia.

—Te la juegas, cabrón… ¿A quién se le ocurre eso? ¿Y quién me mandó pa’ allá?… ¿Te has puesto a pensar?

—Cállate, baja la voz… qué te pasa, carajo… ¡Que me corrí el pellejo por ti! Espera y escucha… Ayer Bonilla estuvo en juerga, yo lo vi, y hasta la madrugada, lo vi dormido abrazando a la chata. Hoy estaría con una resaca sin saber dónde es pa’ arriba ni dónde pa’ abajo. Le dije que él mismo te había mandado al frente norte y cree que no se acuerda —sonrió de medio lado.

—Está bien, Salvi, te debo una…

—Oye, huevas, ¿y no me va a contar dónde se metió?

—La Aurora bajó a Las Torres con su mamá y me mandó a llamar con su primo.

—¡Ja!, ¡y qué obediente el huevas!…

Se quedaron plasmando el tiempo con las chispas de las fogatas y charlando de lo que se escuchó y se pensaba en las tertulias de humo y alcohol, así como también de lo que no se hablaba y, sin embargo, se creía.

Esta guerra se parecía al mar; por momentos se embravecía, por momentos se retiraba y traía una tensa calma. Este batallón de infantería tenía como misión no perder esa parte de tierra, el pueblo de Las Torres, llamado así por los precarios campanarios de su iglesia, tenía que ser defendido simplemente para no perder territorio.

—Salvi, ¿qué razón tiene todo esto? —pensaba en voz alta estando juntos frente al enemigo, al que por momentos sentían tan cercano y familiar—. Ya llevamos tiempo internados entre las trincheras y el cuartel…

—No lo sé, solo sé que el Tulo y el Mango están al otro lado, y yo aquí pensando si uno de ellos disparó ese cañón contra nosotros…

Hizo una pausa rememorando el tiempo en que Cambría estaba tan aquí como lo está su casa y el pozo. “Ahora en Cambría se quedaron el Tulo y su tartamudez que tanto nos hacía reír, y el Mango que no dejaría de comer”. Con ellos se quedó el tiempo de la escuela, de partir el pan por una tarea, de reír con la pelota, de correr a la iglesia de Las Torres y memorizar juntos el catecismo.

—Ahora ellos son nuestros enemigos, Max, a ellos le han entregado otra bandera… ¿Qué sentido tiene todo esto?

—No, no tiene sentido —confundido, Max alzaba sus ojos al cielo.

—Esos generales y coroneles son tan ajenos a nuestras vidas, no saben ni lo que comemos en casa, ni lo que amamos…

—Salvi… Creo que amo mucho a la Aurora… pero ella no sabe qué es amor.

—¿Y tú, huevas?… —preguntó Salvador con sarcasmo y algo de curiosidad.

—Yo qué… —refutó Máximo como queriendo pasar por alto tan atrevida actitud.

—¿Sabes qué es amor?

—Claro, sino no hablaría… no hablaría de eso…

—¿Y qué es, huevas?… En serio… ¿qué es el amor?… —se inclinó Salvador como interesándose.

—Este… el amor… Este, es eso que te empuja a abrazar a la persona… Sí, eso es, que te hace feliz protegiéndola… Este… que te hace feliz dándole todo, hasta tu futuro… Así le daría mi vida…

—¿Sabes? Creo que estás bien huevas… —lo miraba burlándose.

—¿Y tú sabes una cosa, pedazo de cosa?… No hables conmigo de eso.

Los encuentros entre Máximo y Aurora se volvieron cada vez más frecuentes, se reiteraban a cada mínima oportunidad. A medio camino del cuartel a Las Torres encontraron un pequeño claro en el zarzal, allí se prometieron eterna fidelidad, y sus palabras se impregnaron indeleblemente en las paredes de los recuerdos.

Al mismo tiempo, los enfrentamientos en la frontera se volvían más violentos, los pocos cañones se acallaban con las intermitentes explosiones del enemigo sacando a relucir no solo la superioridad en el número de sus efectivos militares, sino también en la calidad de su moral.

—Oye, huevas, qué vamos a hacer con todo esto, carajo… Se pone insoportable y has visto que no recibimos ni un cacho, ni munición desde hace ya más de tres meses y el cuartel ya está vacío… Qué carajo vamos a comer… y qué vamos a disparar… ¿piedras? —le salía una voz taciturna casi sin expresión.

—Salvi, de esta salimos… No me jodan más… Que se lleven todo lo que quieran.

—El coronel Paller ya hace mucho que no aparece por aquí, huevas… ¿qué carajo pasa?

—No pienses más y mira al frente y ruega que no te caiga la bomba…

En el abandono y en el caos, el enemigo crece en la mente de los guerreros. Las bombas caían silbando los cielos y sin dejarse ver; solo las sentían reventar.

Como un derrumbe en violento caudal, se asomaba la desolación en los pueblos, sin comprender el odio que los separaban, descubriendo la línea de la frontera, sin saber de dónde viene ni adónde va, y así dejaron de ser hermanos, los de allá y los de aquí. Sin más que meditar, muchos tomaron lo que podían llevar en el apuro que trae la angustia. Es así como Aurora, su mamá y los de la casa de su tío, se fugaron rumbo al oeste.

La moral miraba de lejos cuando los soldados del otro lado de la frontera avanzaban en inminente invasión, unos sigilosos, otros con bravura. Las bombas caían sobre el pueblo, la poca gente que quedaba se aferraba a su suelo. El tiempo y el terror avanzaban destruyendo a su paso.

Algunos oficiales habían muerto, otros habían dejado sus puestos y los demás se confundían en el pueblo entre el caos y la miseria. El sargento Bonilla ya no daba órdenes, solo vociferaba incoherencias bañado en sangre y con su rifle apuntando hacia adelante.

Máximo y Salvador, adentrándose en el pueblo entre el humo y las explosiones, corrían como guiados por una comprensión tácita del destino, sabiendo adónde sin decirlo. Subieron hacia un campanario de la iglesia, en el centro mismo del pueblo, para gastar desde allí las últimas municiones que les quedaban en el morral. El enemigo había adelantado sus líneas y los cañones habían dejado sus trincheras; se les escuchaba más cerca…

—Salvi, de aquí los vemos… Salvi, ‘sos hijos de perras no van a entrar sin sufrir… ¡quién mata a quién!

—Tengo mucho miedo, Max, mucho miedo…

—No hables más y espera.

—Mi pantalón, ‘toy to’o mojao…

De pronto los “enemigos” aparecen como en borbotones por las esquinas. El pueblo ya había perdido su color. Máximo y Salvador comenzaron a disparar, pero, a disparar con los ojos cerrados sin esperar cumplir la estúpida orden encomendada por aquellos que ya no están más.

Solo una explosión se escuchó y la torre tembló, la campana resonaba a la inclinación, desplomándose lentamente…

—Salvi, no te sueltes… ¡que no te sueltes, carajo!

Máximo sentía la caída. La torre se desmoronaba y se veía solo polvo, una explosión más, una a lo lejos. El dolor y el desgarro le arrancaron la voz, y en la caída no sintió más la mano de Salvador.

De la arenga al orgullo; de la ingenua espera al sufrimiento, al miedo y al espanto; mezclado con el padecimiento del hambre, del desconsuelo y de la humillación. El sumario de los derrotados.

De los vencedores solo se cuenta el alivio de haber quedado con vida, de volver a pisar una tierra tan vieja y tan suya como el planeta, reposando sobre la sinrazón y la estupidez de la bandera y la frontera.

—Ma…máximo, no-no te-te preocupés, ke-ke te van a cu-cuidar… nono tete mu-mu-muevas…

—¡Tulo! — habló entre el delirio y el tormento—. ¡Tulo! Busca a Salvador, lo tenía de la mano… ¡Tulo! — el mundo se volvió a desvanecer con el dolor pegado a la angustia.

—¡Máximo! ¡Reacciona!

—¡Díganme!… ¿Encontraron al soldado Salvador Reyes? —preguntó Máximo al vacío.

—Max… Ya está bien… Deja a Salvador, suéltalo ya… —Aurora lo tomaba de la mano en el presente deseando que soltara al amigo del pasado, y así lo ayudó a sentarse mejor. Todo pasado no fue mejor, ese pasado se había llevado parte de su vida y ahora solo quedaban ella, su amada, su dolor y los recuerdos.

—Déjame sentarme en la silla… Tengo ganas de escribir… —retomó las fuerzas; con decidido movimiento la hizo a un lado, se empujó arrastrando su cuerpo tullido hasta la silla de ruedas y como recompensa al esfuerzo suspiró. Llegando a su lápiz y a su libro de apuntes se internó.

Las paredes y sus cisuras 
me elevan a aquellos días 
en que el tiempo pasa como el aire, 
casi sin sentirlo.

Mi piel seca y arrugada 
se estira en la dimensión 
de las pasiones olvidadas 
y el beso postergado se congela.

El cuerpo de ella, suave, tibio, 
su entrega convulsionada,
se entierran en mi sonrisa, 
como cuando el sol se oculta detrás de mi dolor.

Y los amigos, 
los que nos siguen eternamente,
como en noche de luna, en lo oscuro, 
así su presencia refleja su sombra en mi penumbra.

Qué vale, qué vales tú, Máximo… 
de qué valen los pensadores sin el cambio,
como el canto del ave en la ventana del sordo. 
Cuántas cosas hemos sufrido 
por la necedad del egoísmo, 
por la renuencia a no querer saber más.

He vivido tanto,
he visto mucho 
y nada es nuevo bajo el sol 
y sin embargo, estamos peor que antes.

Salvador Reyes, compañero de mis ausencias, 
ya son años sujetando tu mano 
y aun así has caído en el sepulcro de los perdedores, 
aun así estás entre los desaparecidos, eterno amigo, 
tu nombre ha tallado en mi memoria la buena razón 
y me ha salvado de la bestia del olvido.

Y a ella, Aurora, mi mujer, 
novia de siempre, 
a quien le debo la vida 
y mi amor desgarrado.

Las Torres,
a los quince días fríos del Poshá del año VI.
(y sí que vi mucho)

 

Máximo Cortina Paulet

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