Peter buscaba ansiosamente a Esther en la jungla de sus recuerdos. Sentado quieto en la mesa, sus ojos se movían casi con desesperación. La angustia lo invadía como olas reventando contra su memoria. Esa llamada de Sabine, su hija, lo dejó meditabundo, inerte, por varios minutos allí, en la mesa de su pequeño cuarto del hogar de ancianos.

Corría entre las calles, cogiéndose la gorra que llevaba para que no saliera volando. Todo él conjugaba el tiempo con su uniforme de pantalones cortos al cinto y medias largas. El pensamiento de que podrían descubrirlo le causaba terror. Dobló la esquina, donde se fijaba un cartel con la inscripción “Apotheke Sankt Josef”; sí, un cartel sobre la ventana de la farmacia que mostraba anuncios con mujeres rubias, de saludable semblante, mostrando algo para algún enfermo, así como niños perfectos recibiendo sonrientes una cucharada de algo contra algo.

En contraste, la calle aparentaba estar solitaria y fría. De pronto las sirenas levantaban su tono con ascenso seguro sobre los aires, como presagio del silbido y estruendo que causa la destrucción.

Peter tocó la puerta insistentemente sin obtener respuesta; la sirena aturdía con su queja la atmósfera. Se sentó en el suelo tapándose la cabeza y supo que pronto pasaría y sí, pasó.

—Qué quieres —oyó una voz al otro lado de la puerta.

—¡Soy yo!… Peter, Peter Riemann.

—Lárgate, muchacho.

—Pero…—pensó en el uniforme, la corbata y la cinta con la esvástica nazi en el brazo— dele esto a Esther, bitte —hizo una pausa—. No soy como ellos, créame —deslizó el sobre por debajo de la puerta.

La pausa volvió, pero esta vez transformando los tiempos, los rostros, la historia.

—¿Qué te pasa, papá? —le reclamaba Sabine al entrar desde lejos.

—No me acuerdo de su rostro…, no me acuerdo, por más que me esfuerzo, no lo logro — se sumía en la nostalgia por el olvido.

—Papá, no te aflijas más, toda esa familia quiere verte y ahora más que el nieto de Esther te encontró. Mira, aquí tienes, allí dice dónde está, vamos, te acompaño —Peter quedó de pronto taciturno, con una aflicción de no ver a Esther en sus recuerdos y con la expectativa del encuentro con ella por delante.

—¿Está enferma? —preguntó mirando encima de sus lentes y el papel en sus manos que Sabine le había entregado con la dirección.

—No lo sé, parece que está muy débil, es lo que me dio a entender Dan, su nieto.

Nuevamente corría y nuevamente veía el anuncio de “Apotheke Sankt Josef” y la ventana de anuncios de medicinas milagrosas. Esta vez le abrieron la puerta.

—Doctora Unger, quisiera ver a Esther, ¿sabe dónde está?

La farmacia Sankt Josef tenía mucha tradición en el pueblo. Los abuelos Unger llegaron de la Transilvania austrohúngara cargados con el herbolario y los conocimientos botánicos de los conventos ancestrales que curaban desde la verruga hasta el tumor, de la simple tos a la tuberculosis. Así fue como el padre y la hija, Ingrid Unger, se dedicarían a la farmacia, gente de noble corazón, prestos a seguir ayudando al enfermo, al débil…

—Lo que hiciste fue muy valiente y que Dios recompense tu bondad y gallardía — Ingrid lo dijo suspirando con una sonrisa; disimulaba su dolor dando vueltas como buscando alguna botella que recoger.

Frau Doktor —Peter insistió—, solo quisiera ver a Esther.

—Los Rosenstein ya no están más aquí —sin voltearse dejó escuchar su voz.

—¿Los encontraron? —la angustia apretó el pecho del muchacho.

—No, no a todos, solo a Yaron, salió hacia Hungría y en la rivera lo agarraron, pero Esther y sus padres llegaron a Suiza gracias a lo que trajiste —dijo la doctora con profunda tristeza.

Los recuerdos se desvanecían lentamente y eso mortificaba a Peter. Durante años no quiso pensar en eso; no quiso cargar con la culpa de ser parte del movimiento juvenil Hitlerjugend; rechazaba hablar sobre esos años, huía de la historia sin darse cuenta de que sacrificaba así la memoria de Esther Rosenstein, a quien amó.

—Vamos, papá… —lo apuraba Sabine.

Ya desde hace unos días sabía que iba a estar frente a ella y había estado pensando mil formas de entregarle el ramo de flores. Frente al espejo, en su mente, mirando al techo o simplemente al caminar por los jardines. Sin embargo, ahora la inseguridad lo invadía.

Sabine lo condujo hasta el hospital Donau-Süd-Krankenhaus.

—Papá, vas al pabellón D y allí al 02-23A, es decir, el piso 2 y a la habitación 23A, acuérdate “23A” es siempre a la izquierda. Mira bien, tienes que entrar por la puerta principal, sigues hasta el fondo y doblas a la izquierda… Espera, te llevo hasta el pabellón D, pero de allí vas solo, porque te esperan a ti y no a mí. Todos se han reunido…

Peter había llegado al segundo piso del pabellón D con su hija y de allí caminó solo al “23A”, pues sí, caminó, y la altura del 23 había mucha gente; se internó entre las personas y llegó hasta la cama de la dama. Su presencia llamó la atención de todos y con curiosidad siguieron su figura…

—Buenos días, soy Peter —con la mejor sonrisa, hizo el ademán de entregarle las flores.

—¿Eres tú? —dijo la dama incorporándose.

—Sí, sí, soy yo —Peter se esforzaba tanto por mantener la sonrisa que ya sufría hipotermia, y en nerviosa actitud se acomodaba los lentes.

—Años estuve esperando… años, alguna señal tuya y no, ¡ninguna! —vociferó la mujer.

Peter y la culpa eran uno. Se hundió en el hoyo oscuro de la ignominia y con voz débil alegó:

—Mira, sí, tienes razón… estabas lejos —Peter sentía cómo los hombros de su saco se agrandaban, los zapatos también.

—¿Cómo que lejos?… habías desaparecido —le reprochó con gruesa voz…—. ¡No pensaste en que estaba preñada y todo lo que sufrí!… ¡y sola! —mezclaba el sollozo con el reproche.

Todos los presentes miraban alertas como jurados en el juicio preparando el veredicto. Las flores en el brazo extendido ya tenían una apariencia ridícula.

—¿Qué hiciste? —le retó y, sin esperar respuesta—. Nada, solo preñarme —hizo pausa para tomar más fuerza—. ¡Desgraciado! —y otra pausa más—. ¡Malnacido!… ¡Hijo de…! —una mujer se le acercó para calmarla, mientras que un caballero se dirigió a Peter.

—Señor, se retira por favor, será mejor.

—¿Es usted hijo de la señora? —preguntó Peter al angustiado caballero.

—Sí, señor —contestó consternado y algo estresado.

—¿Soy su padre, entonces? —preguntó Peter, confundido.

—Este… ¿lo hablamos después? Ahora no es momento, papá —lo empujaba a Peter hacia la salida.

—¿Me dijo papá?… Yo la amé, hijo… Esther estuvo en mí todos, todos estos años.

—¿Esther? Mi mamá se llama Gudrun.

—Cómo… ¿Ella no es Esther Rosenstein?

—No, los Rosenstein están en el 23A, al frente… al frente —dijo, algo impaciente.

Salió y vio de lejos la placa 23A, una puerta cerrada; al entrar, tres jóvenes de kipá sonrientes en Sabbat. Abrió la puerta, la vio… Peter sintió que las flores pegadas en su pecho reverdecían mirando a esa mujer, con cabellos de años y su piel de tiempo; aunque el agotamiento causaba estragos en su gesto, podía recordarla…

—¿De dónde vienes, Peter? —preguntó Esther al verlo entrar al sótano por la entrada del jardín.

—Estuve con los muchachos —le dijo agitado y mientras se sentaba sobre la grada que conducía a esas húmedas habitaciones—. Oí comentar sobre el comandante Ottmar. Ellos, los del partido, sospechan de Frau Doktor Unger.

—¡Ah! Sí, ella estuvo aquí, habló con papá —se sentó al lado de él mientras hablaba.

—…según dicen, ella habría escondido a los Zimmermann, pero no la tocan porque son muy queridos en el pueblo —continuó Peter con lo que tenía en mente.

—¿Es por eso que fuiste a interceder por nosotros? — interrogó Esther a Peter con ternura

—Algo por allí, y sí, ella conocía a Yaron y estuvieron muy cerca en el tiempo de la escuela superior, en el Real Gymnasium de Klosterneuburg, y quería saber de él con ansias, aunque creo que desconfía de mi… será por este uniforme nazi

—Peter, ¿por qué haces todo esto…? —susurró Esther como queriendo saber algún secreto.

—Esther, no hay mucho tiempo, tienen que marcharse pronto.

—Sí, papá está pensando cómo salir… ¡Ah! Está muy agradecido contigo.

—No tiene por qué.

—Papá me dio esto para ti… —Esther sacó del bolsillo de su abrigo una medalla dorada y pesada y la desenvolvió.

—No, no puedo tenerlo, dile que amo a su hija… — Peter le apretó la mano con la medalla.

—Adonde llegue te esperaré… — en sollozo Esther lo abrazó.

Y un velo negro cayó. El cerrojo de la más sublime conjuración selló todo lo demás y escondió el recuerdo por mucho tiempo.

Peter parado a la entrada de la habitación, sentía que los pies le pesaban más que los muchos años, más que todas las vivencias y revoluciones, le pesaban más que la misma guerra fría. Mientras la miraba de lejos a su amada —Esther, allí estás, eres la misma, tus labios, tu mirada, tus manos—, un halo como de brisa se llevó las palabras, los gestos; como agotado por la pausa.

—Mi abuela no puede hablar, pero le escucha, háblele… —le dijo uno de esos jóvenes.

La mirada de Esther era dulce y, aunque una leve manguera pasaba bajo su nariz, daba la impresión de que el aire era ralo. Ella lo miraba y Peter se acomodó en una silla, se acercó y sintió cómo respiraba, ese murmullo como el de un gato muy apacible ronroneando el sueño. Vuelve a acomodarse los lentes y mira a su dama, ella lo mira esperando su voz y algo más. Peter divisa una sonrisa en el rostro y, como una fuerza de lo alto, ese velo negro se levantó…

—Te acordarás de…

Y así comienza Peter a recordar cada historia y suceso, y ese “A que no adivinas…” se repetía para contarle el detalle de una historia increíble. Unas tras otra vienen las historias, alegres y tristes, pero en los recuerdos de adolescentes se quedan, pues allí ríen más, él ríe al principio y después de un rato ella también sonríe… El tiempo forma remolinos en esa habitación, remolinos que levantan el dolor y la pesadez y dejan charcos frescos de alegría y sobre todo, de mucha ilusión.

Los destinos se habían dividido por culpa del egoísmo infame, pero con el amor no pudo.

—Muchas gracias, Herr Riemann, por venir —le dijo al susurro para que ella, la abuela, no despertara.

—Así fue aquella vez, cuando nos despedimos… Susurrando, sí, susurrando como una suave ventisca y se marchó… Y no la vi más…

Peter se resistía a irse… No quería perderla una vez más.

Esta entrada tiene 3 comentarios

  1. Patricia Obando

    Me gusta como las palabras transportan y hacen vivir lo narrado como un expectador.

    1. Fernando

      Muchísimas gracias por tu comentario!! Es realmente motivador.

  2. Glenda

    Me cautivó por completo y me transportó en un instante y por la riqueza en los detalles a ese momento tan abrumador de la historia humana. Felicitaciones!!

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