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No tengo nada

Joaquín en medio de una ciudad caótica y gris, caminaba buscando con lenta angustia algo que le indique el norte.

Corría sin rumbo con la tensión de que el tiempo pasa volando, teniendo que llegar pronto al lugar donde todos querían llegar.

En un punto sin nombre, reconoció una pequeña caja de madera sobre un montón de cosas rotas y muebles viejos, estaba decorada con muchos colores y sobre la tapa, unas piedras pegadas de diferentes formas. La levantó y limpiándola, la abrió. Dentro había cenizas o polvo, no podía reconocer y dejando caer su contenido al suelo, la sacudió. Y es así como ese pequeño cofre entró en su mochila.

Después de muchas noches, y a pesar de haber corrido tanto, de haber trabajado en medio de muchos, agotado, se resignaba a seguir perdido y a no tener nada.

La vida lo había puesto en medio de la ruina, en medio de la nada. En su ahora lugar, un espacio pobre, contemplaba las fotos de aquellos que lograron subir esas cumbres. Y una tristeza muy honda le invadió y se resignó a quedarse allí.

Mientras el tiempo pasaba, pensó en el cofre que aquel día encontró. Lo volvió abrir y el vacío le llamó la atención. No tenía nada, pero algo debería guardar, algo de mucho valor, cosa que él no tenía y ni pensaba poseer. Lo más valioso podría ser la sonrisa de su madre, así que, tomando un trozo de papel dibujó lo mejor que pudo, los labios de su madre. Dejándose llevar por el recuerdo, pintó con mucha pasión. Al terminar, doblándolo con mucho cuidado en el cofre lo guardó.

De pronto, le vino la mirada de aquel hombre que, sin más, tomó su último pedazo de pan y sin decir palabra le extendió la mano entregándole. Su mirada tocó profundo su alma y el pan mitigó su hambre. En un trozo de papel dibujó los contornos de sus ojos, de sus cejas y les dio vida con colores del mundo. Dobló el pedazo de papel y lo guardó junto con los labios de su madre.

El devenir siempre nos da el encuentro y esta vez nos trajo aquella mano del maestro y su frase con pulso decidido “Joaquín, sigue así que llegarás lejos” y como de magos la mano se reflejaba en un trozo de papel y el enunciado debajo escrito en cursivo perfil. Y ya se doblaba el papel para el cofre.

Y así, una tras otra, los trozos de papel dibujados se multiplicaron y el cofre se llenaba de múltiples colores, diversos trazos de magia sin igual.

El día de la luz llegó, Joaquín en su pobre lugar, se sentó abriendo ese cofre…

Pedazos de papel se juntaron en el aire, colores inundaron el lóbrego lugar formando un personaje de perfectos contornos, mirada tierna, sonrisa con color del amor y manos compasivas; se sentaba junto a él y con la frase “todo está bien” levantó sus manos y las vivencias levantaron vuelo, entre las nubes se dejaban ver un pasado, el cual no era del todo malo. Un pasado con sonrisas y vívidas esperanzas aparecían en imágenes detrás del cielo. Y este personaje de cofre, aunque a veces es olvidado o desplazado vendrá una y otra vez a sentarse junto a él para mostrarle que antes de un buen suceso asolaba la incertidumbre, la soledad, el dolor o quizás la indiferencia… sí, antes del buen suceso… quizás ahora se encuentre allí, a poco de vivir un gran acontecimiento, que no se apague la pequeña luz de la esperanza.

Y así encontró Joaquín la cumbre que lleva su nombre, esa era la suya… saber que existen muchas otras cumbres que no eran suyas, le dio paz.

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