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Dios, estoy arruinado

Samuel en el oscuro de su dormitorio sobre la cama, miraba aturdido todos esos recibos, facturas, cartas recordatorias de deudas.

De pronto una voz dulce lo desvía de todo pensamiento. Era la voz de una mirada de ojos nuevos, de rostro lozano, de sostenida sonrisa, de Carmela que con sus 7 años tenía la habilidad de iluminar toda oscuridad.

  • Papá…se le salió la cabeza y yo creo que fue Calev, ¿has vistos sus muñecos? – lo dijo con ese tono que todo lo sabe – todos sin cabezas.
  • Tienes razón, ya hablaré con él.
  • … Y lo tienes que hacer ya – ese tono parecía al de su madre- y ¿Cuándo me la arreglas? – mostrándole cuerpo y cabeza de la Barbie.
  • A ver, dámelo ya…

En dos vueltas al torso y la cabeza entró en la manera correcta y ya miraba a Carmela con esa sonrisa congelada.

Carmela subió a la cama con regocijo infantil pisando aquellos papeles que antes lo aturdían, se colgó de su cuello, le dio un beso muy apretado y largo. Mientras se bajaba de la cama entre jadeos le dijo a modo de despedida,

  • Sabía que lo harías.

Y se alejó saltando levantando a la Barbie con ese “ya estás bien Sheva, todo está bien”.

Samuel siguiendo con la mirada a Carmela se quedó con el pensamiento perdido.

Por alguna razón, reflexionó sobre su repulsión contra esa institución impuesta en casa de su padre, la religión, y lo había llevado a la convicción que no necesitaba de ningún dios.

Sin embargo, recordó aquella vez, cuando era estudiante, viajaba en esa motocicleta y de pronto un camión volteando la esquina le cerró el camino y no solo eso, sino que se enganchó en él y este arrastrándolo lo empujó exactamente debajo y delante de las ruedas traseras que si se soltaba era arrollado sin duda alguna. Recordaba ahora que sin pensar rezó esa suplica que su madre le enseñó “…aunque ande en valle de sombras de muerte tú estás conmigo…” y lo repetía mientras era arrastrado. La avenida era bulliciosa y aunque la gente ya gritaba, el camionero no lo advertía. Se soltó y no supo como así las llantas no pasaron sobre él. A tientas se puso de pie, la gente corrió en su ayuda, y él balbuceó,

  • Sabía que lo harías…

Y al ver las heridas abiertas y la carne viva en sus piernas y brazos, se desmayó. Ahora solo quedan unas marcas y motivo de memoria.

Y cuantas veces hemos vivido cosas como esas, cuántas veces lo iremos a vivir…

Samuel regresando a la penumbra de su dormitorio y frente a esos papeles pisados por Carmela, susurró.

  • Sé que lo harás…

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